Del pasado al presente: cómo sanar el temor a tropezar otra vez

«¿Por qué sigo fracasando en esto, por mucho que lo intente?»

Una frase corta, sencilla, pero cargada de historia. Tal vez la hayas pensado en silencio, en voz baja mientras lavabas los platos, o se te haya escapado en una charla con alguien de confianza. Esa punzada en el pecho, ese nudo en el estómago… el eco del miedo a que el pasado vuelva, como una sombra que no sabes cómo apartar.

Es curioso cómo algo que ya pasó puede seguir teniendo tanto poder sobre nosotros. No importa si han pasado meses o años, si en el calendario ya es otra vida. A veces, el miedo a que lo que dolió vuelva a doler nos hace vivir con el freno echado. Como si estuviéramos intentando bailar en una habitación con cristales en el suelo, esperando el próximo corte.

El fantasma de los “otra vez”

La mente tiene sus propios mapas. Y cuando algo nos ha hecho daño, marca el territorio como peligroso. “Aquí hubo fuego, cuidado”. Entonces vamos con pies de plomo. Nos decimos que estamos siendo precavidos, que aprendimos la lección. Pero a veces lo que en realidad hacemos es levantar muros tan altos que ya no podemos ver el cielo.

Quizá fue una relación que terminó mal, y ahora dudas cada vez que alguien se acerca. Tal vez un sueño que se rompió, y hoy ni te permites imaginar otro. O puede que hayas fallado una vez —una sola vez— y esa falla se haya vuelto una losa que llevas a la espalda cada vez que intentas volver a empezar.

¿Y si me vuelve a pasar?
¿Y si me equivoco igual?
¿Y si termino solo otra vez?

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El miedo al pasado no es solo miedo al dolor. Es miedo a sentirnos tontos por haberlo creído posible. Es miedo a haber perdido el tiempo. Es miedo a no merecer más.

Y eso pesa. Mucho.

Lo que no se ve desde fuera

Desde fuera, quizá parezcas fuerte. Resuelto. Incluso feliz. Pero por dentro, el miedo se cuela en los detalles: en las excusas que pones, en las llamadas que no haces, en los “mejor espero” que nunca llegan a ningún lado. El miedo al pasado es un ladrón silencioso. No te roba de golpe. Te quita pedacitos.

Y lo peor es que muchas veces ni siquiera hablamos de eso. Nos acostumbramos a vivir con ese miedo como si fuera parte del mobiliario. Como una grieta en la pared que ya ni ves.

Pero… ¿y si lo miraras de frente? ¿Y si, por una vez, no huyeras de la posibilidad de volver a confiar, a intentar, a entregarte?

¿Y si esta vez fuera distinto?

Sé lo que estás pensando: “Eso suena bien, pero no es tan fácil”. Claro que no lo es. Nadie está diciendo que sea sencillo. Lo que sí es cierto es que nada cambia si no das un paso. Aunque tiemble la pierna. Aunque no estés seguro de tener el suelo bajo tus pies.

Hay una verdad incómoda pero poderosa: lo que más temes repetir, puede ser también lo que más necesitas afrontar.

Imagina que tu historia es como un libro. Si te quedas atascado en un capítulo doloroso, lo relees una y otra vez, pero nunca descubres lo que viene después. Solo sabrás si hay redención, amor, nuevas oportunidades o paz… si pasas la página.

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Entonces, ¿cómo se hace eso sin romperse otra vez?

Pequeños pasos, no promesas perfectas

Primero: no te exijas certezas. La vida rara vez las ofrece. Lo que sí puedes hacer es moverte con intención. Observar tus reacciones. Reconocer cuándo estás huyendo y cuándo simplemente te estás cuidando.

Segundo: habla contigo como hablarías con alguien a quien quieres. ¿Le gritarías por tener miedo? ¿Lo castigarías por haber sufrido? Entonces no lo hagas contigo.

Tercero: rodéate de gente que no minimice tus heridas, pero que tampoco las convierta en anclas. Personas que sepan escuchar sin dictarte lo que debes sentir.

Cuarto: da permiso a lo nuevo. A que alguien no te falle. A que algo salga bien. A que, esta vez, sea diferente.

Sí, el pasado puede doler. Pero no tiene por qué definir el resto.

El arte de confiar aunque tiemble la voz

Confiar de nuevo —en alguien, en ti mismo, en la vida— no es una declaración heroica. Es un gesto cotidiano. A veces es enviar un mensaje sin esperar nada. Otras, es decir «sí» cuando lo más fácil sería esconderte detrás del «no».

Es entender que abrirte otra vez no es olvidar lo que pasó, sino elegir que eso no te impida vivir lo que podría pasar.

Porque al final, vivir es arriesgarte. A querer. A perder. A volver a ganar.

Y si bien nadie puede prometerte que el pasado no se repita, tú sí puedes prometerte que, esta vez, no te vas a abandonar. Que, pase lo que pase, vas a estar contigo.

Quizá ese sea el verdadero antídoto contra el miedo: saber que esta vez no eres el mismo. Que ya no te enfrentas al mundo con los mismos ojos, ni con el mismo corazón herido de entonces. Has cambiado. Y eso cambia todo.

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No se trata de borrar lo que dolió, sino de construir algo nuevo en medio de las ruinas. Con tus propias manos. Con tus propias reglas.

Y aunque a veces el miedo siga asomando —porque lo hará— ya no será el que mande. Será solo una voz más, no la que decida el rumbo.

Al final, todo se resume en esto:
La vida no tiene garantía de no doler otra vez.
Pero quedarse inmóvil, eso sí que duele siempre.

¿Y si esta vez no huyes? ¿Y si das un paso, aunque sea temblando? Tal vez lo que viene después… valga la pena.

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